El virus, tranquilamente, ha
pasado por encima del discurso de los políticos. Se descojona, que diría Sabina.
Sobre todo cuando escucha las sandeces con las que nos obsequian todos los
días. Que si la salud está por delante de la economía. Y lo repiten una y otra
vez, como si fuéramos estúpidos. No hay salud que resista la bancarrota de un país.
No hay país, ni gobierno en el mundo capaz de llevar a toda su población al
desastre. Y eso es lo que puede ocurrir si todos continuamos cómodamente instalados
en nuestras casas sin producir y cobrando nuestros salarios a cuenta del Estado.
Por esa razón y no por otra es por la que hay que comenzar a incorporarse a la
vida productiva, con virus o sin él.
Va a ser con él pues, por lo que parece, no
se trata de algo eventual sino de una consecuencia de nuestra forma de vida. Lo
que no pudo la gran crisis económica del 2008 lo va a poder el coronavirus.
Cambiar nuestra forma de vida. Y cuando hablo de cambio no me refiero a que no podamos asistir a actos masivos, acercarnos a abrazar a
nuestros amigos o besar a los seres queridos, me refiero a esa compulsión que
el ser humano experimenta por el consumo excesivo y desordenado importándole un
bledo la naturaleza, el medio ambiente o la misma destrucción del planeta.
Son muchos quienes practican el consumo
suicida y todavía hoy, en pleno confinamiento, lo siguen practicando. Sí, porque
esta cuarentena ha servido no solamente para consolidar todavía más el trabajo
esclavo de repartidores, reponedores y transportistas de las
grandes plataformas de venta on line, sino que ha hecho que, al tiempo que la
economía se desploma, estas macroempresas dupliquen o tripliquen sus beneficios.
Poca esperanza me queda acerca de
la lección que el famoso virus le va a dar a los hombres y mujeres del mundo globalizado
que basan su vida en el trabajo individual, el enriquecimiento rápido, la
acumulación excesiva o el egoísmo sin límites. Ellos y ellas, los que siguen
consumiendo sin parar, los que reciben paquetes cada día en sus domicilios,
desde prendas de ropa, hasta electrodomésticos, comida, videojuegos, televisores
con la última tecnología, y un sin fin de chorradas para alimentar su ansia por
el consumo. Los mismos que no paran de buscar en las pantallas de sus ordenadores
todos los días la forma de gastar más y más dinero precisamente cuando la economía
se hunde, cuando sus propias economías se hunden, viviendo muy por encima de sus
posibilidades, ellas y ellas van a necesitar un virus mucho más agresivo, una
vez que el dios de la Naturaleza, harto de tanta sordera, al igual que hizo el
dios bíblico, desate toda su cólera en forma de plagas o pandemias sobre
nuestro planeta.
Estos días observo como el ciudadano depredador no solamente
está a punto de cargarse el planeta sino que también intenta destruir todo
aquello que le rodea, sea la clase
política o gobernante que se enfrenta, no sin errores e improvisación, quien
sea capaz de acertar que tire la primera piedra, a un enemigo desconocido que
está llevando al colapso a los sistemas económicos del mundo.
Ese ciudadano
exigente, que ha nacido rodeado de derechos pero, por lo que se ve, sin deber
alguno ni ante los demás ni ante la sociedad, se ha convertido en una especie
mucho más letal y peligrosa que el coronavirus. Y ante eso, por lo que se,
todavía no se ha descubierto vacuna alguna.
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