Hace ocho años,
trasladé a cincuenta y cuatro personas del mundo, esta pregunta: “¿Otro mundo
mejor es posible?”. Entonces las mayores amenazas que podíamos vislumbrar eran
la destrucción del medio ambiente y la fragmentación del trabajo, con la deslocalización
de las empresas y el fenómeno de la inmigración masiva de los países más pobres
a los más ricos del mundo. La respuesta fue: “Si, el mundo está cambiando, pero
no hay que hacerse la ilusión de que vaya a mejor. Otro mundo peor también es
posible”. Entonces, cuando trasladé a la opinión pública las opiniones de
aquellas cincuenta y cuatro personalidades del mundo del conocimiento, me
llamaron catastrofista. Naturalmente, eran otros tiempos. Hoy, revisando aquellas
entrevistas, se ve claramente como todos nos quedamos cortos.
Mientras hacía aquel trabajo,
que duró un par de años, pude sentir en mis propias carnes lo que se nos venía
encima. Yo fui una de las primeras víctimas, perdiendo el trabajo que no
volvería a recuperar nunca más. Ahora nadie quiere a un periodista de sesenta
años en sus empresas por muy despierto que este sea, o quizás precisamente por
eso.
Y eso no fue todo. Mi
entorno familiar, que hasta entonces gozaba de buena salud en lo económico,
comenzó a resquebrajarse. Mi hija trabajaba como guionista de ficción para
series de la televisión. Mi mujer era funcionaria, por cierto una buena
funcionaria, en tanto que responsable y cumplidora con su trabajo. No respondía
para nada a la imagen que hoy nos quieren dar de los funcionarios públicos, a
medio camino entre vagos y maleantes. Y mis dos sobrinos tenían sus trabajos que
les permitían afrontar el futuro con seguridad. Etc. Etc.
Hoy todo es diferente.
Mi hija ha cometido su primer delito laboral, intentar ser madre a los 33 años.
Su barriga comenzó a crecer al tiempo que nacía la nueva reforma laboral, lo
que se traduce en que nadie la contrata para no tener que pagarle los meses de
maternidad. Parece ser, que una vez que tenga a su hijo, algo parecido le va a
suceder durante la lactancia. Padre sin trabajo e hija parada.
Uno de mis sobrinos, dentro
de unos días emprende camino a Londres para intentar buscar un trabajo, después
de dos años de no encontrar ni tan siquiera un contrato basura. Tiene 37 años,
se considera joven, ha hecho un buen currículo y como vulgarmente suele decirse,
se come los mocos. El otro, se apresura a aprender alemán, idioma en el que
tiene una muy buena base, para seguramente irse también de España.
Mi mujer es
funcionaria y va por su cuarto recorte. Primero Zapatero le bajó el 5% de su
salario. Más tarde le grabaron el sueldo con un mayor IRPF, es decir se lo
volvieron a rebajar. Al poco tiempo, la presidenta de la Comunidad Autónoma de
Madrid, Esperanza Aguirre, le volvió a rebajar el sueldo en un 3,5% y de la
paga extra se quedó con el 25%. Y ahora con el recorte de Rajoy, se queda sin
toda la paga de Navidad, le recortan los moscosos y le aumentan la jornada
laboral. Y todo esto en seis meses. No se descarta que muy pronto le pidan que
renuncie a una cuarta parte de su sueldo, del que le queda que no es mucho, al menos eso es
lo que se desprende de las últimas declaraciones del ministro de Hacienda, Cristobal Montoro. Lo llama “un nuevo
sacrifico para sacar el país adelante”. En resumen, que mi mujer está
comenzando a integrar el llamado colectivo de los trabajadores pobres, que trabajan
pero no ganan lo suficiente para poder mantenerse. Como veréis la unidad
familiar ha quedado hecha unos zorros.
Todo lo que aquí estoy
contando no pertenece al mundo de la ficción. Tampoco pretende ser un ejercicio
de ombliguismo- mirar solo lo que le ocurre a uno mismo- más bien es todo lo
contrario. Un ejemplo más de los cientos de miles que están ocurriendo en
España.
A mi alrededor el
panorama es muy similar al que cuento. Los mayores, que hemos tenido derechos
laborales y ahora no podemos seguir trabajando, practicamos la economía colectiva,
sirviendo de colchón a los más perjudicados.
A menudo, me levanto
cada mañana, con el mal sabor de boca de no poder llegar a todos los lugares
que desearía para ayudar a quienes más quiero, ya no digo a los más necesitados,
y no me acuesto mejor que me levanto pues cada día la marea se lleva más cosas
por delante.
Cuando finalmente nos
arrastre a todos, cuando “los colchones” se terminen, los abuelos no puedan dar
cobijo a sus nietos, los padres no puedan socorrer a los hijos, es posible que
todo cambie. Pero quiero recordar que este cambio ha de suponer un gran esfuerzo
generacional y en él nos tendremos que dejar la piel si fuera necesario, porque, como
decían esas cincuenta y cuatro personalidades a quienes
yo un día tuve la osadía de preguntar,
otro mundo peor ya es posible.
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