Estos días he oído decir a más de una persona, aparentemente cabal, que las medidas que el Gobierno está tomando contra los funcionarios merecen el aplauso de la población. Que se trata de un colectivo de personas privilegiadas a las que conviene poner en su sitio. Que el Estado está cargado de funcionarios y conviene por lo tanto hacer una poda para que no supongan una carga para el erario público.
Muchos ciudadanos han comenzado a ver a los empleados públicos como un problema y hasta les acusan de ser unos privilegiados. Lo que quizás esas personas no sepan es que los funcionarios se han ganado a pulso su puesto de trabajo mediante una oposición. Que se trata de gente preparada, muy eficaz en la mayoría de los casos, y que sin ellos la vida del normal de los ciudadanos se convertirá pronto en un infierno si se cierran las puertas para cualquier tipo de oposición, se reduce personal o se minimizan los presupuestos. Cada vez que esto ocurre están atentando contra cada uno de nosotros.
Esas mismas personas tan comprensivas con la paulatina aniquilación del funcionariado seguramente serán quienes más se quejen cuando vayan a un hospital público por una urgencia y tarden cinco horas ser atendidos por falta de personal. Cuando les detecten un tumor maligno y les pongan fríamente en una lista de espera de un año mientras el mal avanza. Cuando sus familiares dependientes no reciban la mínima ayuda.
Son esas mismas personas que apoyan hoy a quienes pretenden aniquilar todo lo que suene a público quienes piden una educación gratuita y de calidad para sus hijos. Seguridad en sus ciudades. Quienes exigen que la ambulancia tarde menos de diez minutos cuando a su pariente le da un infarto en la cocina. O los bomberos, cuando se está quemando su casa.
Es muy posible que a usted no se le queme su cocina; no le asalten su casa; no le atraquen en la calle; su marido, afortunadamente, no tenga un fallo cardíaco en su cocina o no tenga ningún familiar dependiente. Si es así es usted afortunado y hasta en su egoísmo extremo puede decir en voz alta que los recortes no van con usted. De lo que es posible que no se libre es de ir alguna vez a un Hospital, de que su hijo estudie en la Universidad o en la escuela pública o de utilizar muchos de los servicios que gratuitamente le presta el Estado.
Usted que comprende la reducción paulatina de lo público quizás no se haya parado a pensar que a golpe de decreto le están empobreciendo; que su calidad de vida decrece; que sus derechos ciudadanos desaparecen. Imagínese una sociedad a la que finalmente le hayan despojado de la sanidad, la educación, la seguridad públicas. Con todos los servicios privatizados. Médicos, profesores, policías, bomberos, todos servicios de pago. Esas son las recomendaciones del Fondo Monetario Internacional, de la Unión Europea y de las centrales de calificación: que se reduzcan todavía más los gastos en sanidad y educación. Que se privaticen los servicios; que desaparezcan las Comunidades Autónomas; que se privatice la información. Todo al servicio del que más tiene.
Así, nos encontraremos pronto con una sociedad con una enorme brecha social en donde los menos favorecidos serán excluidos de todos los beneficios sociales. No resulta extraño que el gran capital lo pretenda, lleva muchos años en ello. Lo que puede resultar más difícil de explicar a nuestros hijos o a las generaciones que ya dan sus primeros pasos es que han sido precisamente sus padres, con bajas rentas económicas, quienes han apoyado el desmantelamiento social condenándoles a una sociedad en la que desde el agua que bebemos, hasta la educación, los hospitales, o el aire que respiramos ya han dejado de ser considerados como un bien público.
El silencio y el conformismo, el aplauso y los ataques a lo público deben de ser sustituidos por una gran movilización social antes de que sea demasiado tarde. Si no lo hacemos por nosotros, o por nuestros vecinos, hagámoslo por nuestros hijos. Ellos no se merecen unos padres ciegos, sordos y mudos.
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