Porque se irá. Y cuando lo haga
otros virus vendrán. Dicen los microbiólogos
que debemos de acostumbrarnos a estas plagas. Que cada virus replicará dos o tres veces,
hasta que haya contaminado a una tercera parte de la población mundial y que
tan solo así se debilitará. Los científicos insisten en que serán recurrentes y
que hay que estar preparados. Que nuestros gastos en Defensa deben de ser desviados
a fortalecer la sanidad pública. Y no sólo en España sino en todos los países del
mundo. Son numerosos los ejemplos que nos ponen de todos los virus que cíclicamente
azotan el mundo, que están en la cabeza de todos y me resisto a enumerar,
muchos de ellos con vacuna y pese a ello, de momento, imposibles de erradicar. Los
demógrafos se frotan las manos. He aquí una forma nada desdeñable de equilibrar
la población mundial.
Hemos de acostumbrarnos a convivir
con nuestros nuevos enemigos, que ahora descubrimos que no son los del bloque
más allá del Telón de Acero (derribado el Muro, el enemigo se replegó a otras
fronteras), ni tampoco aquellos que hace bien poco se situaban al otro lado de
la Guerra de las Civilizaciones. No, por lo que parece, tampoco el terrorismo
islamista más radical, hará temblar al mundo. Ahora será un diminuto ser, tan
solo visible al microscopio, el que va a ser capaz de hacernos tambalear de miedo
y, muy probablemente, a cambiar el mundo.
Es cierto que desde hace años,
pongamos desde los noventa, otros bichos de dos patas han puesto nuestro mundo
del revés. Y, a mi juicio, nos ha ido haciendo peores. Más individualistas, más
excluyentes, más temerosos, y desde luego, más indiferentes ante lo que le
pueda suceder al vecino.
Este virus nos hace ser cada día menos consumistas, más sociables, más
reflexivos y, sobre todo, más valientes. Estos días ha salido de nuestro
interior algo que llevábamos grabado en los genes desde hace siglos: nuestro carácter
mediterráneo. No somos máquinas, como los miembros de la sociedad china,
sujetos en su país a una televigilancia digital que nos asusta más que el
coronavirus. Nuestros gobiernos, los occidentales, es cierto que no combaten al
enemigo invisible disparando en una sola dirección. Desde nuestra trinchera cada
grupo político dispara sobre el otro pero hay algo que nos une más allá de las ideologías,
de las creencias religiosas y de los estamentos económicos. Algo grande, muy
grande, que me hace concebir todo tipo de esperanzas: aplaudimos a nuestros
héroes. Al cajero o a la cajera del supermercado, que por un sueldo miserable y sin
la protección adecuada, aunque con miedo, permanece en su puesto, como soldado
en su garita. A esa legión de hombres y mujeres de la limpieza, que todo lo
tocan, con y sin guantes, con o sin mascarilla. A los sanitarios que se
contaminan sin cesar, que lo dan todo por salvar una vida. La de un abuelo, un
padre o una madre, como si a ellos y a ellas les fuera la vida en ello. A las
Fuerzas y Cuerpos de Seguridad, al Ejército, convertidas de fuerzas de choque o
fuerzas represoras, en fuerzas de control y ayuda social. A los repartidores de las furgonetas; a
aquellos que se desplazan a nuestros domicilios en bicicletas; en fin, la lista
sería muy larga. A todos los que permiten que gran parte de nosotros pasemos
esta guerra invisible instalados en nuestros hogares, pegados a un televisor,
viendo esa serie de tanto éxito y que tanto nos atrapa, llamada Coronavirus. Sí,
porque los ciudadanos del mundo estamos viviendo esto de forma desigual. En la Europa
acomodada, nuestra generación que no vivió ninguna guerra (la de los Balcanes la
seguimos a través de los informativos de la televisión), lo vivimos como una
teleserie interactiva cada vez que cae alguno de los nuestros, o un amigo o
amiga, o alguien cercano, sin que podamos verles ni despedirles. Vemos los
féretros en los informativos, sabemos que algunos, para evitar su descomposición,
se mantienen fríos en un gran Palacio de Hielo, y que los viejecitos de las residencias
de ancianos desaparecen por centenares cada día.
Si viajamos a África, y vemos el
impacto que allí tienen las muertes por coronavirus en efecto es bien diferente. Allí apenas hay abuelos pues muy pocos llegan a viejos. El hambre y otras pandemias, no solo silenciosas
sino también ignoradas por todos nosotros, se los han llevado antes. En África
el coronavirus no es otra cosa que un problema más y no necesariamente el más
importante. En América Latina, no es un drama, es una tragedia. Allí los
sistemas sanitarios hace mucho que han sido arrasados, el narcocrimen campa a
sus anchas por no pocos lugares, y mata tanto o más que el coronavirus, y desde
luego de forma más cruel. En Asia, inmersa desde hace casi un siglo, en una de
sus confrontaciones más duras entre sunitas y chiitas, entre salafistas y
occidentales, entre judíos y árabes, o entre árabes entre sí, según en el lugar
del enorme desierto en el que te encuentres, si cerca de los pozos de petróleo o
instalados en esos eternos kilómetros de desierto de piedra, el coronavirus
supondrá un alto en el camino, un dejarse de disparar por unos meses para dar
entrada al diminuto virus y permitir que el virus, que no tiene religión ni
ideología, siga perpetrando la matanza. En Australia y Nueva Zelanda, quizás por
encontrarse en las antípodas, allí la gente, ajena a lo que se les viene encima, practica
surf en las playas de la barrera de coral.
Pero hablemos de Madrid. En esta
ciudad, hasta ahora tan abierta a todos, salimos cada día a las ventanas a
aplaudir hasta que nos duelen las manos. Se escucha la
canción Resistiré que algún vecino ha puesto a todo volumen. Por fin, después de
tantos años de saludarnos como si fuéramos extraños, los vecinos de mi torre, nos
reconocemos. Nos preguntamos unos por los otros, nos lanzamos besos, y de
ventana a ventana hablamos de las cosas que vamos a hacer cuando el virus se
haya ido.
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