En estos días en los que cada vez que amanece han muerto cientos de personas, solas, entubadas y en silencio, sin una mano que dar al despedirse, sin una mirada tierna o una palabra amable, siento ganas de gritar, de gritarles, que no están solos. Que a pesar de su anonimato, miles de personas en toda España sufrimos por ellos, y quisieramos "escarbar la tierra con los dientes" para desenterrarlos. Este verso de Miguel Hernandez, forma parte de la Elegía a su buen amigo Ramón Sijé, que hoy ocupará el espacio de este blog para aquel - he podido constatar que tengo un único lector - que sé que lo va a sentir al menos tan intensamente como yo.
No encuentro nada tan sentido, tan profundo, tan hermoso en estos días en los que las palabras también matan.
Frente al desprecio y a la nausea que siento cuando escucho a quienes intentan emponzoñarlo todo, a quienes airean su rabia para matar al adversario, me refugio en lo hermoso de la música o en la enorme belleza de la poesía, al tiempo que recorro cientos de veces el pasillo de mi casa, de un lado al otro, para poder seguir viviendo.
Yo
quiero ser llorando el hortelano
de
la tierra que ocupas y estercolas,
compañero
del alma, tan temprano.
Alimentando
lluvias, caracolas
y
órganos mi dolor sin instrumento,
a
las desalentadas amapolas
daré
tu corazón por alimento.
Tanto
dolor se agrupa en mi costado,
que
por doler me duele hasta el aliento.
Un
manotazo duro, un golpe helado,
un
hachazo invisible y homicida,
un
empujón brutal te ha derribado.
No
hay extensión más grande que mi herida,
lloro
mi desventura y sus conjuntos
y
siento más tu muerte que mi vida.
Ando
sobre rastrojos de difuntos,
y
sin calor de nadie y sin consuelo
voy
de mi corazón a mis asuntos.
Temprano
levantó la muerte el vuelo,
temprano
madrugó la madrugada,
temprano
estás rodando por el suelo.
No
perdono a la muerte enamorada,
no
perdono a la vida desatenta,
no
perdono a la tierra ni a la nada.
En
mis manos levanto una tormenta
de
piedras, rayos y hachas estridentes
sedienta
de catástrofes y hambrienta.
Quiero
escarbar la tierra con los dientes,
quiero
apartar la tierra parte a parte
a
dentelladas secas y calientes.
Quiero
minar la tierra hasta encontrarte
y
besarte la noble calavera
y
desamordazarte y regresarte.
Volverás
a mi huerto y a mi higuera:
por
los altos andamios de las flores
pajareará
tu alma colmenera
de
angelicales ceras y labores.
Volverás
al arrullo de las rejas
de
los enamorados labradores.
Alegrarás
la sombra de mis cejas,
y
tu sangre se irán a cada lado
disputando
tu novia y las abejas.
Tu
corazón, ya terciopelo ajado,
llama
a un campo de almendras espumosas
mi
avariciosa voz de enamorado.
A
las aladas almas de las rosas
del
almendro de nata te requiero,
que
tenemos que hablar de muchas cosas,
compañero
del alma, compañero.
(10 de enero de 1936, Miguel Hernández, “El
rayo que no cesa”)
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