Hace veinte años un conocido
empresario español, dueño de uno de los multimedia de comunicación más
importantes, alardeaba de tener
capacidad para influir en al menos nueve equipos de futbol de la liga
profesional para amañar los partidos. Naturalmente, antes ese mismo empresario
había dedicado buena parte de su dinero a comprar los clubes de los que hablaba
y a poner en ellos a presidentes de paja, a entrenadores a su gusto, con
fichajes millonarios. ¿Cómo se resarcía ese empresario de sus inversiones? Muy sencillo, a través del pago
de los derechos de futbol para las televisiones. El dinero salía de uno de sus
bolsillos para entrar multiplicado por el otro.
Este empresario lo tenía todo
para poder subvertir las reglas del juego del futbol. Unos equipos que jugaban
la Liga Profesional; una televisión de cobertura nacional que retransmitía los
partidos y por lo tanto pagaba los derechos de retransmisión; y la capacidad de
crear opinión a través de sus medios de comunicación. Y él no era el único. Todos ustedes recordarán la
“guerra del futbol” entre Polanco y Asensio, es decir entre los dos grandes grupos
multimedia. Por una parte El grupo Prisa con El
País, la Ser y Canal Plus y por la otra el Grupo Z, con sus periódicos,
revistas, emisoras de radio y Antena 3 Televisión. Y en el medio el gran
comprador de derechos, el empresario catalán Jaume Roures.
Todo esto sucedió hace veinte
años. En todo este tiempo la prensa y los ciudadanos han hecho oídos sordos a
todo aquello que podía perjudicar de una u otra forma a su equipo preferido. Se
disculpaba que los clubes engañaran al fisco o los jugadores enmascararan sus
enormes ganancias convirtiéndose en ciudadanos con privilegios especiales, así
como las exorbitantes sumas de dinero que iban y venían entre la Federación de
Futbol de cada país, la FIFA, la UEFA y todos aquellos organismos férreamente
controlados por el gran capital en donde se hacían negocios millonarios.
Ahora, a raíz de una
investigación del FBI, vermos como todas aquellas alegrías, todos aquellas
lágrimas vertidas en los campos de futbol, en algunos casos de finales sonadas,
estaban previamente amañadas. Los aficionados sufrían o se emocionaban, se
bañaban en las principales fuentes de las ciudades del mundo o desfilaban en
autobuses coreados por decenas de miles de personas mientras el gran negocio
del futbol, corrupto hasta el tuétano, gozaba de espléndida salud.
Hablo de cosas sucedidas hace
veinte años. Hace cuarenta, un periodista español, Tomás Martín Arnoriaga,
escribía un esplendido libro fruto de su trabajo de investigación durante años,
desenmascarando aquello que entonces ya comenzaba a pergeñarse como una trama
de dineros e intereses en torno al mundo del futbol. Pero nadie le hizo caso.
Tomás tuvo que dedicarse a la enseñanza del periodismo y explicar en las
Facultades de Periodismo lo que el ciudadano normal no quería escuchar.
Los medios de comunicación, con
intereses en el mundo del futbol, silenciaron la trama que ellos mismo
contribuyeron a formar en torno al gran negocio del futbol y de las
retransmisiones de los partidos a través de la televisión. Esos mismos que hoy
se rasgan las vestiduras o que intentan convertirse en jueces de lo que está
pasando en numerosos países desde hace más de veinticinco años.
¿Estarán los aficionados
españoles dispuestos a pedir cuentas por lo que está sucediendo? No parece que
las cosas vayan por esos derroteros. Ellos quieren disfrutar, vibrar con sus
héroes en el campo, expresar sus amores y sus odios a voz en grito, eliminar la
adrenalina que llevan dentro y así olvidar los sinsabores de su vida cotidiana.
También tener un tema de conversación al día siguiente.
El ciudadano del siglo XXI tiene
muchos derechos, casi todos ganados por
sus abuelos. Y uno de ellos es el derecho a ser felices. Y hay muchos miles que
sin el futbol, la televisión o el teléfono móvil serían muy poca cosa.