sábado, 30 de mayo de 2015

FARISEOS



Hace veinte años un conocido empresario español, dueño de uno de los multimedia de comunicación más importantes,  alardeaba de tener capacidad para influir en al menos nueve equipos de futbol de la liga profesional para amañar los partidos. Naturalmente, antes ese mismo empresario había dedicado buena parte de su dinero a comprar los clubes de los que hablaba y a poner en ellos a presidentes de paja, a entrenadores a su gusto, con fichajes millonarios. ¿Cómo se resarcía ese empresario de sus  inversiones? Muy sencillo, a través del pago de los derechos de futbol para las televisiones. El dinero salía de uno de sus bolsillos para entrar multiplicado por el otro.

Este empresario lo tenía todo para poder subvertir las reglas del juego del futbol. Unos equipos que jugaban la Liga Profesional; una televisión de cobertura nacional que retransmitía los partidos y por lo tanto pagaba los derechos de retransmisión; y la capacidad de crear opinión a través de sus medios de comunicación. Y él  no era el único. Todos ustedes recordarán la “guerra del futbol” entre Polanco y Asensio, es decir entre los dos grandes grupos multimedia. Por una parte El grupo Prisa con El  País, la Ser y Canal Plus y por la otra el Grupo Z, con sus periódicos, revistas, emisoras de radio y Antena 3 Televisión. Y en el medio el gran comprador de derechos, el empresario catalán Jaume Roures.

Todo esto sucedió hace veinte años. En todo este tiempo la prensa y los ciudadanos han hecho oídos sordos a todo aquello que podía perjudicar de una u otra forma a su equipo preferido. Se disculpaba que los clubes engañaran al fisco o los jugadores enmascararan sus enormes ganancias convirtiéndose en ciudadanos con privilegios especiales, así como las exorbitantes sumas de dinero que iban y venían entre la Federación de Futbol de cada país, la FIFA, la UEFA y todos aquellos organismos férreamente controlados por el gran capital en donde se hacían negocios millonarios. 

Ahora, a raíz de una investigación del FBI, vermos como todas aquellas alegrías, todos aquellas lágrimas vertidas en los campos de futbol, en algunos casos de finales sonadas, estaban previamente amañadas. Los aficionados sufrían o se emocionaban, se bañaban en las principales fuentes de las ciudades del mundo o desfilaban en autobuses coreados por decenas de miles de personas mientras el gran negocio del futbol, corrupto hasta el tuétano, gozaba de espléndida salud. 

Hablo de cosas sucedidas hace veinte años. Hace cuarenta, un periodista español, Tomás Martín Arnoriaga, escribía un esplendido libro fruto de su trabajo de investigación durante años, desenmascarando aquello que entonces ya comenzaba a pergeñarse como una trama de dineros e intereses en torno al mundo del futbol. Pero nadie le hizo caso. Tomás tuvo que dedicarse a la enseñanza del periodismo y explicar en las Facultades de Periodismo lo que el ciudadano normal no quería escuchar. 

Los medios de comunicación, con intereses en el mundo del futbol, silenciaron la trama que ellos mismo contribuyeron a formar en torno al gran negocio del futbol y de las retransmisiones de los partidos a través de la televisión. Esos mismos que hoy se rasgan las vestiduras o que intentan convertirse en jueces de lo que está pasando en numerosos países desde hace más de veinticinco años. 

¿Estarán los aficionados españoles dispuestos a pedir cuentas por lo que está sucediendo? No parece que las cosas vayan por esos derroteros. Ellos quieren disfrutar, vibrar con sus héroes en el campo, expresar sus amores y sus odios a voz en grito, eliminar la adrenalina que llevan dentro y así olvidar los sinsabores de su vida cotidiana. También tener un tema de conversación al día siguiente. 

El ciudadano del siglo XXI tiene muchos derechos,  casi todos ganados por sus abuelos. Y uno de ellos es el derecho a ser felices. Y hay muchos miles que sin el futbol, la televisión o el teléfono móvil  serían muy poca cosa.