Me levanto a las tres de la
madrugada pues a las dos o tres horas de acostarme ya no puedo dormir. Tengo
sueños cortos y extraños. Lo primero que hago al levantarme es encender el
ordenador y ver mis correos. Hay uno que me ofrece sus servicios si caigo en la
hipocondría. Con un número de teléfono al que acudir. No tomo nota pues no es
mi caso.
Me caliento un buen desayuno y
acto seguido me pongo a escribir. Estoy terminando un libro y el tiempo no me
sobra. A eso de las seis de la madrugada vuelvo a acostarme y duermo una o dos
horas. Me levanto de nuevo, ya son las ocho. Enciendo las noticias pero las
apago a los pocos minutos. No soporto a ese tipo de políticos que utilizan el
coronavirus como arma arrojadiza contra el Gobierno. Mi pensamiento crítico
está arrestado.
Y camino. He de decir que al
menos una hora por la mañana y otra por la tarde. Camino unos diez kilómetros
por el corto pasillo de mi casa. Tengo que tener cuidado en los giros para no
lesionarme los tobillos pues estos días no están los hospitales para bromas.
A media mañana enciendo el
televisor y veo la rueda de prensa del gobierno. Hoy han anunciado que Fernando
Simón, el coordinador desde el Ministerio de Sanidad en la lucha contra el
virus se ha infectado. Y van dos, pues
hace unos días también el virus contagió al general de la Guardia Civil
encargado de la seguridad y el control de las carreteras. Hoy también ha
hablado el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. ¡Maldición, que mala cara
tiene ¡ Mira que si el también cae. Su mujer y sus suegros están con cuidados
pues también se han infectado. Si el cae, pienso, será presidente del Gobierno
Pablo Iglesias, segundo vicepresidente, ya que quien ocupa la primera
vicepresidencia, Carmen Calvo, está en el hospital, infectada. Al final,
pienso, no ha sido tan mala idea nombrar a cuatro vicepresidentes pues a este
paso nos quedamos sin ninguno. Pedro Sánchez, me digo mientras camino pasillo
arriba, pasillo abajo, tiene cara de coronavirus. Me preocupa.
Bajo a la calle a la compra.
Menuda cola en el Hiper. Menos mal que mi hija no se entera sino me cae una buena
bronca pues soy persona de riesgo. He seguido sus indicaciones y los primeros días
de la cuarentena he intentado la compra on line. Después de unas horas en uno y
otro portal lo consigo, pero tardan diez días en hacer la entrega. Hoy
es el día pero a la hora convenida no aparece nadie en mi casa. Llamo por teléfono al Corte Inglés y
me dicen que hoy no va a poder ser y que además la mitad de los productos que
he pedido- nada del otro jueves- no los tienen , que si me llevan otras cosas. Desesperado, les
cuelgo el teléfono y bajo a la calle a
comprar.
El Super de mi barrio es diminuto.
Entramos por turnos pero una vez dentro es imposible guardar la distancia
mínima de seguridad. Me fijo en que la frutera tiene unos guantes guarrísimos.
Seguro que se los pone un día si y el otro también. Lo mismo pasa en la
panadería. Con esos mismos guantes el panadero toca el pan y las monedas, el
pan que yo comeré hoy. Con gran alivio abandono el supermercado, deposito la
bolsa en mi coche, y regreso pitando a mi casa. Bueno, exactamente pitando no,
pues me falla la batería y tengo que llamar por teléfono a la Mutua para que me
envíen un coche que me auxilie con una batería nueva. Me dicen que lo comprenda,
que estos días no disponen de servicio de ayuda en carretera. Dejo el coche
tirado en la calle, abro el maletero, cojo la bolsa de la compra y camino unos
ochocientos metros hasta mi casa. Cuando llego lavo todo con Fairy. Bueno, el
pan no. Y pienso si tanta limpieza no terminará envenenándome.
Pongo las noticias. Y el pico de
la infección que no llega. Caen como moscas. No quiero seguir pensando en lo
mismo y me suscribo a Netflix. Me siento en el sillón a ver si me relajo y
puedo ver una de esas series que tanto me recomiendan. La verdad es que no está
nada mal. A los veinte minutos se queda la imagen paralizada. Y no avanza.
Llamo al servicio técnico. Allí me explican que estos días el servicio está
sobrecargadísimo, que debo entenderlo.
Me decido y abro los 72 mensajes que me han enviado esa mañana al móvil, gran parte de ellos videos sobre el coronavirus. Veo a un Pedro Piqueras viejísimo, anunciando en su Informativo que parece que estamos llegando al pico de la pandemia. Parece una peli de ciencia ficción en la que Piqueras debe de tener 90 años. De nuevo al pasillo a hacer mis cinco kilómetros de la tarde. Y si no me doy cuenta me pilla el toro. Son las ocho de la noche y mis vecinos ya están aplaudiendo. Abro la ventana y aplaudo hasta que me duelen las manos. Noto que mi vecino de al lado hoy no ha salido. Pregunto por él, a gritos, de balcón a balcón. ¿ Ah, pero no lo sabes- me dicen- está en el Hospital. Se ha infectado? Pobre Ángel. Llamo por teléfono a su mujer. Está desconsolada. Y sin comida. Bajo de nuevo al Super. Nueva cola. Más manoseo de alimentos. Dos o tres personas no dejan de toser muy cerca de mí. Y yo sin mascarilla. De regreso a casa paso por delante de mi coche, ya ni le miro, sigue allí, en el mismo sitio, parado y con la batería averiada. Dejo la compra en la puerta de mi vecina. He sido el último cliente antes de que cerrara el supermercado.
Tomo una cena fría. Enciendo la tele. En Movistar veo una serie que no había visto: “El Affair”. Se trata de un escritor pudiente que veranea con toda su familia- mujer y cuatro hijos- en la costa Oeste de los Estados Unidos. Allí conoce a una camarera atractiva y se enamora de ella. En el capítulo segundo - pues después del primero me he vuelto a poner otro - él la lleva a una excursión por la isla, con la esperanza de poder tener una relación íntima y solitaria. La cosa se anima, pienso. Al final a ese guaperas se le va a dar bien el día. Al menos que en la ficción sea posible lo que a mí la realidad me niega. Pero nada, se pasan la hora del capítulo, que sí, que no, con problemas de culpa, y me quedo sin polvo.
Desesperado, me tomo la tensión.
Quince, nueve. ¡Joder, encima hoy la tengo disparada! Debo de estar estresado. Lo veo todo
negro. Me veo a mi mismo infectado. Al gobierno en manos de Pablo Iglesias. Mi
choche roto. Sin Netflix. Y, por si todo esto fuera poco, ni tan siquiera los
del affaire se han ido a gusto. Me voy a la cama con todas estas imágenes
negativas.
Voy a necesitar una cuarentena
mayor para poder serenarme y hacer las cosas pendientes. Sobre todo escribir
ese libro que tengo desde hace tres años a punto de terminar. Y, desde luego,
de mañana no pasa sin que llame al teléfono del servicio contra la hipocondría.