lunes, 30 de marzo de 2020

DIARIO DE UN HIPOCONDRIACO


Me levanto a las tres de la madrugada pues a las dos o tres horas de acostarme ya no puedo dormir. Tengo sueños cortos y extraños. Lo primero que hago al levantarme es encender el ordenador y ver mis correos. Hay uno que me ofrece sus servicios si caigo en la hipocondría. Con un número de teléfono al que acudir. No tomo nota pues no es mi caso.


Me caliento un buen desayuno y acto seguido me pongo a escribir. Estoy terminando un libro y el tiempo no me sobra. A eso de las seis de la madrugada vuelvo a acostarme y duermo una o dos horas. Me levanto de nuevo, ya son las ocho. Enciendo las noticias pero las apago a los pocos minutos. No soporto a ese tipo de políticos que utilizan el coronavirus como arma arrojadiza contra el Gobierno. Mi pensamiento crítico está arrestado.


Y camino. He de decir que al menos una hora por la mañana y otra por la tarde. Camino unos diez kilómetros por el corto pasillo de mi casa. Tengo que tener cuidado en los giros para no lesionarme los tobillos pues estos días no están los hospitales para bromas.


A media mañana enciendo el televisor y veo la rueda de prensa del gobierno. Hoy han anunciado que Fernando Simón, el coordinador desde el Ministerio de Sanidad en la lucha contra el virus se ha infectado. Y van dos,  pues hace unos días también el virus contagió al general de la Guardia Civil encargado de la seguridad  y el control de las carreteras. Hoy también ha hablado el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. ¡Maldición, que mala cara tiene ¡ Mira que si el también cae. Su mujer y sus suegros están con cuidados pues también se han infectado. Si el cae, pienso, será presidente del Gobierno Pablo Iglesias, segundo vicepresidente, ya que quien ocupa la primera vicepresidencia, Carmen Calvo, está en el hospital, infectada. Al final, pienso, no ha sido tan mala idea nombrar a cuatro vicepresidentes pues a este paso nos quedamos sin ninguno. Pedro Sánchez, me digo mientras camino pasillo arriba, pasillo abajo, tiene cara de coronavirus. Me preocupa.


Bajo a la calle a la compra. Menuda cola en el Hiper. Menos mal que mi hija no se entera sino me cae una buena bronca pues soy persona de riesgo. He seguido sus indicaciones y los primeros días de la cuarentena he intentado la compra on line. Después de unas horas en uno y otro portal lo consigo, pero tardan diez días en hacer la entrega. Hoy es el día pero a la hora convenida no aparece nadie en mi casa. Llamo por teléfono al Corte Inglés y me dicen que hoy no va a poder ser y que además la mitad de los productos que he pedido- nada del otro jueves- no los tienen , que si me llevan otras cosas. Desesperado, les cuelgo el teléfono y bajo a  la calle a comprar.


El Super de mi barrio es diminuto. Entramos por turnos pero una vez dentro es imposible guardar la distancia mínima de seguridad. Me fijo en que la frutera tiene unos guantes guarrísimos. Seguro que se los pone un día si y el otro también. Lo mismo pasa en la panadería. Con esos mismos guantes el panadero toca el pan y las monedas, el pan que yo comeré hoy. Con gran alivio abandono el supermercado, deposito la bolsa en mi coche, y regreso pitando a mi casa. Bueno, exactamente pitando no, pues me falla la batería y tengo que llamar por teléfono a la Mutua para que me envíen un coche que me auxilie con una batería nueva. Me dicen que lo comprenda, que estos días no disponen de servicio de ayuda en carretera. Dejo el coche tirado en la calle, abro el maletero, cojo la bolsa de la compra y camino unos ochocientos metros hasta mi casa. Cuando llego lavo todo con Fairy. Bueno, el pan no. Y pienso si tanta limpieza no terminará envenenándome.


Pongo las noticias. Y el pico de la infección que no llega. Caen como moscas. No quiero seguir pensando en lo mismo y me suscribo a Netflix. Me siento en el sillón a ver si me relajo y puedo ver una de esas series que tanto me recomiendan. La verdad es que no está nada mal. A los veinte minutos se queda la imagen paralizada. Y no avanza. Llamo al servicio técnico. Allí me explican que estos días el servicio está sobrecargadísimo, que debo entenderlo. 

Me decido y abro los 72 mensajes que me han enviado esa mañana al móvil, gran parte de ellos videos sobre el coronavirus. Veo a un Pedro Piqueras viejísimo, anunciando en su Informativo que parece que estamos llegando al pico de la pandemia. Parece una peli de ciencia ficción en la que Piqueras debe de tener 90 años.  De nuevo al pasillo a hacer mis cinco kilómetros de la tarde. Y si no me doy cuenta me pilla el toro. Son  las ocho de la noche y mis vecinos ya están aplaudiendo. Abro la ventana y aplaudo hasta que me duelen las manos. Noto que mi vecino de al lado hoy no ha salido. Pregunto por él,  a gritos, de balcón a balcón. ¿ Ah, pero no lo sabes- me dicen- está en el Hospital. Se ha infectado? Pobre Ángel. Llamo por teléfono a su mujer. Está desconsolada. Y sin comida. Bajo de nuevo al Super. Nueva cola. Más manoseo de alimentos. Dos o tres personas no dejan de toser muy cerca de mí. Y yo sin mascarilla. De regreso a casa paso por delante de mi coche, ya ni le miro, sigue allí, en el mismo sitio, parado y con la batería averiada. Dejo la compra en la puerta de mi vecina. He sido el último cliente antes de que cerrara el supermercado. 

Tomo una cena fría. Enciendo la tele. En Movistar veo una serie que no había visto: “El Affair”. Se trata de un escritor pudiente que veranea con toda su familia- mujer y cuatro hijos- en la costa Oeste de los Estados Unidos. Allí conoce a una camarera atractiva y se enamora de ella. En el capítulo segundo - pues después del primero me he vuelto a poner otro - él la lleva a una excursión por la isla, con la esperanza de poder tener una relación íntima y solitaria. La cosa se anima, pienso. Al final a ese guaperas se le va a dar bien el día. Al menos que en la ficción sea posible lo que a mí la realidad me niega. Pero nada, se pasan la hora del capítulo, que sí, que no, con problemas de culpa, y me quedo sin polvo.


Desesperado, me tomo la tensión. Quince, nueve. ¡Joder, encima hoy la tengo disparada! Debo de estar estresado. Lo veo todo negro. Me veo a mi mismo infectado. Al gobierno en manos de Pablo Iglesias. Mi choche roto. Sin Netflix. Y, por si todo esto fuera poco, ni tan siquiera los del affaire se han ido a gusto. Me voy a la cama con todas estas imágenes negativas.


Voy a necesitar una cuarentena mayor para poder serenarme y hacer las cosas pendientes. Sobre todo escribir ese libro que tengo desde hace tres años a punto de terminar. Y, desde luego, de mañana no pasa sin que llame al teléfono del servicio contra la hipocondría.   

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