Hoy les toca a ellos, a los niños y niñas del confinamiento: a quienes lo llevan con un talante estupendo; a quienes nos
dan la alegría perdida en estos difíciles días; a esos seres pequeños y a veces
hasta diminutos, con esos cerebros tan puros, tan limpios y tan imaginativos.
De pronto, les hemos retirado de
sus colegios, les hemos aislado de sus amigos, les hemos prohibido estar con
ellos, a muchos, les hemos separado de sus padres separados. Prohibido la bici,
el patín, la natación, las carreras y todo tipo de deporte o movimiento. Hemos inmovilizado a
quienes más necesidad tienen de moverse. Y no por unas pocas horas, ni por un
fin de semana, como si de un castigo se tratara. Nada menos que casi un mes. Un
día tras otro.
Los primeros días de confinamiento,
mi nieto de siete años, a quien tanto quiero y quien tanto me quiere, me daba sabios
consejos. Me decía: “abuelo, por favor, ten paciencia. No salgas de casa. Por favor,
no te contamines. Y sobre todo no vengas a verme”. Si, porque lo único que deseaba era coger el coche, recorrer los
seis kilómetros que separan mi casa de la de mi hija, y poder abrazarles, jugar
y tocar a mi nieto. Seguí sus recomendaciones y me quedé en casa.
La segunda semana, para
entretenerme y entretenerse, mi nieto adaptó el juego de ajedrez al
teléfono móvil. El ponía el tablero y los dos echábamos unas partiditas. Luego
vinieron las Damas, la Oca y algún que otro juego más.
La tercera semana, su imaginación
ideó otro tipo de distracción. La colección de cromos Fantasy Rider, que
todavía tenía incompleta. Mi mujer compraba los cromos en el quiosco, él abría
el álbum, y nosotros, desde nuestra casa, con la mirada fija en la pantalla del
móvil, íbamos extrayendo uno a uno los cromos con la menor diligencia posible
para así alargar el juego y proporcionar un poco de intriga al momento. Si el
cromo que salía era nuevo, mi nieto abandonaba su silla y nos dedicaba un baile
al ritmo de una música trepidante que salía de un curioso muñeco de plástico
que le había traído su madre de un viaje a Budapest. Así casi llegamos a
completar la colección.
La cuarta semana, mi nieto, no
sabiendo muy bien como distraer a su abuelo, me propuso la lectura de tres
capítulos de un libro cada día. El elegía, en su poblada biblioteca, un libro y
me lo leía dramatizando la lectura para darle así mayor énfasis, mientras yo
como un poseso, recorría de un lado al otro el corto y estrecho pasillo de mi
casa.
Y todo esto lo hizo con el mayor
cariño y dedicación, sin que ni tan siquiera un solo día le abandonara el buen
humor. Pensaba más en mí y en su abuela, que en él mismo. Es un crack. Y le
quiero mucho. Creo que haría cualquier cosa por él.
El momento de demostrar lo que
digo no tardaría en llegar. Se conoce que mi nieto debió de apercibir en algún
momento que mi ánimo podría estar decayendo pues, coincidiendo con los rumores
que comenzaban a llegar respecto a una nueva prórroga del confinamiento - una prórroga
de la prórroga – recibí un mensaje en forma de video en el que
aparecía él en la cocina de su casa con el siguiente mensaje: “Hola, familia.
Hoy os quiero retar al desafío de la harina y algún otro ingrediente que vosotros queráis añadir,
pero, insisto: harina, si. Harina, si. Harina, si. Y quiero retar a mi abuelo,
a mi prima Ana y a mi tío David. Haced lo que vais a ver”. Y, para mi sorpresa,
sumergió su cara en una fuente llena de
harina y con la cara totalmente blanca, dirigiéndose a cámara, se explotó un
huevo en la cabeza.
El video me impactó. Y ese impacto provocó en mi dos
reacciones diferentes. La primera fue pensar que si mi nieto era capaz de hacer
aquello para sorprender a su abuelo yo, al menos, tendría que estar a la altura
de las circunstancias, así, que ni corto ni perezoso, intenté emularlo.
En la cocina de mi casa, con mi
mujer grabándolo todo, sumergí mi cabeza en un plato de harína y me tiré por la
cabeza un cartón de leche. Mi sobrina Ana, lo hizo con ketchup. Y David con una
mezcla repugnante de los productos que encontró en su cocina.
El juego, pensé, se pondría
convertir en viral y podría contagiar a miles de niños de toda España,
recluidos como mi nieto, por eso decidí mantenerlo en el ámbito estricto de mi
familia.
La otra cosa que pensé, es que
llegados a este momento, y habida cuenta del cariño que mi nieto y yo nos
profesamos, y no sabiendo hasta dónde puede llegar su imaginación,
ante cualquier otro reto que pueda poner en peligro tanto mi integridad física
como mi moral o mi imagen pública, es por lo que pido encarecidamente a quien o
quienes corresponda, políticos o científicos, que, por favor, dejen salir de casa
a los niños.
Que ya me encargaré yo cuando pueda pisar la calle de levantarles
un monumento a todos estos pequeños héroes que todos los días nos dan tan gran ejemplo con su buen humor, su generosidad y su espíritu solidario.
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