Cuando el mundo estaba a punto de
reventar, debido a unos alarmantes niveles de contaminación, coincidiendo con el
mandato de los negacionistas del cambio climático en los países más importantes
del planeta, despreciando el conocimiento científico: Trump, en los Estados
Unidos; Bolsonaro, en Brasil; Modi, en India;
la derecha radical en Europa; Putín, en Rusia, y con China dispuesta a seguir
contaminando todavía más el planeta. Cuando los grandes gigantes mundiales, sobre
todo China y los Estados Unidos, se disponían a entorpecer las iniciativas de
un grupo de países preocupados por el futuro de nuestra vida, cuando todo esto
estaba ocurriendo, llegó un bichito, pequeño, diminuto, invisible, y mandó a
parar.
Estos días he escuchado a voces
autorizadas referirse al coronavirus y su extensión como fruto del desencuentro del ser humano con
la naturaleza. Incluso hay quien ha ido más allá, un doctor estadounidense,
Thomas Cowan, quien ha llegado a
relacionar el uso de los teléfonos móviles y la electrificación con la rápida
extensión del coronavirus, citando como ejemplo el efecto devastador del 5G que,
por cierto, tiene en China, y más concretamente
en Wuhan, su centro de poder más
importante.
Sea como sea, lo cierto es que el
planeta estaba a punto de estallar sin que los millones de personas que se
manifestaban en todo el mundo o las
lágrimas de una niña sueca, Greta Thumberg, pudieran detenerlo. Ese avance
imparable hacia el abismo, que ya se está manifestando en forma de desastres
naturales provocando el éxodo masivo de personas en los lugares más castigados
del Planeta, de pronto, se ha detenido.
El mundo se regenera mientras
nosotros permanecemos en nuestras casas confinados. Cuando menos consumimos.
Diariamente recibo imágenes
alentadoras. En tan solo unas semanas, desde que el mundo se ha detenido, las
putrefactas aguas de Venecia se han vuelto transparentes y se han podido ver en
ellas a peces y tiburones. Se está operando el milagro. Los animales se dejan
ver en el centro de las ciudades. Preciosas imágenes de ciervos jugando y
correteando por las playas, o estas plagadas de flamencos. La naturaleza
respira después de tantos años de castigo. Las ciudades se limpian de contaminación
y se hacen habitables. El mundo parece cambiar mientras los grandes depredadores
lo contemplan a través de las pantallas de sus televisores o de sus teléfonos
móviles. Dicen los pilotos que todavía transitan los aires que desde las
alturas las grandes ciudades se ven con gran claridad, que aquella gran nube de
contaminación que las envolvía ha desaparecido.
Cuando, hace poco menos de un
mes, se hablaba del final del Planeta – no del final de quienes lo destruyen –
este pequeño virus ha venido para darnos a todos una gran lección. Si ustedes
no son capaces de vivir en un mundo limpio y habitable vendremos nosotros,
cientos y miles de virus que ustedes han creado, para destruirlos y hacer que
la Naturaleza resurja de nuevo.
Quizás los más desmemoriados ya
no recuerden lo que los hombres más poderosos del planeta decían hace tan solo
un par de meses: que el mundo no se podía detener y que nuestro sistema
económico, basado en la superproducción y en la movilidad, era sagrado. Ahora
se estarán comiendo sus palabras. El mundo ya se ha parado. La movilidad se ha
reducido en un ochenta por ciento. Y el Planeta muestra una de sus sonrisas más
bellas ante todos nosotros.
Estos días, en nuestro confinamiento,
deberíamos de reflexionar. De pensar en cómo queremos que sea el mundo cuando
de nuevo volvamos a salir a las calles. Dice mi paisano, Javier Sampedro, que
nada va a cambiar, que los mismos de siempre volverán a las andadas. Que no hay
razón para el optimismo.
Sin embargo, por primera vez en
mi vida, he tenido la fortuna de ver al mundo diferente. De creer que otro
mundo mejor es posible pero solo si el ser humano cambia su forma de vida, si
se acerca de nuevo a la naturaleza en lugar de intentar destruirla.
Es posible que no aprendamos la
lección pero os puedo asegurar que ninguno de nosotros, los que estamos
viviendo este momento, ni nuestros hijos, e incluso los más mayores de nuestros
nietos podremos borrar jamás de nuestro recuerdo estas bellísimas e
impresionante imágenes que nos llegan del exterior, golpeando nuestras conciencias,
de ese otro mundo posible.
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